Columnistas

Un mundo sin líderes

JUAN IGNACIO BRITO Profesor de la Facultad de Comunicación e investigador del Centro Signos de la Universidad de los Andes.

Por: JUAN IGNACIO BRITO | Publicado: Martes 30 de abril de 2024 a las 04:00 hrs.
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JUAN IGNACIO BRITO

Si la calidad de la política democrática pasa por la altura de sus líderes, estamos en problemas. Vivimos en una época de enanos políticos donde la mezquindad es la norma y el poder, un fin en sí mismo.

El caso más reciente, y sin duda uno de los más representativos, lo entrega el presidente español, Pedro Sánchez. Con tono melodramático, declaró la semana pasada que entraría en un período de reflexión para analizar si continuaba en el cargo, debido a que su señora había sido denunciada en una trama de corrupción y ahora es investigada por la justicia. Ayer, Sánchez comunicó que, después de pensarlo bien, ha optado por permanecer en el cargo. Cualquier observador sensato pudo oler la farsa: ¿Alguien realmente creyó que podría dejarlo? Sánchez ha sido capaz de poner en peligro la estabilidad de España con tal de mantenerse en el poder, pactando con los mismos que ayer llamó terroristas en el País Vasco y anticonstitucionalistas en Cataluña. Con su inusitada pataleta de hace unos días, volvió a demostrar que, para él, la política española consiste en todo lo que tenga que ver con su persona y nadie más.

“Ayer, (Pedro) Sánchez comunicó que, después de pensarlo bien, ha optado por permanecer en el cargo. Cualquier observador sensato pudo oler la farsa”.

No es necesario viajar en el tiempo para encontrar otros ejemplos de política extraviada. Habría que observar lo ocurrido en el debate presidencial celebrado en México el domingo, donde las dos principales candidatas, la oficialista Claudia Sheinbaum y la opositora Xóchitl Gálvez, se lanzaron barro por más de una hora. Para qué mencionar el caso norteamericano, donde compiten un candidato que ha hecho de la arrogancia narcisista una carrera política contra otro que ha hecho de la mediocridad una forma de gobierno. Se da la curiosidad de que en el país donde Abraham Lincoln definió la democracia como el gobierno del, por y para el pueblo, la opinión pública se muestra desencantada y exhibe escaso entusiasmo por la campaña presidencial que se resolverá en noviembre.

El revisionismo actual hace que muchos hoy desconfíen de los grandes estadistas democráticos del pasado, a quienes acusan de tener pies de barro, pero la verdad es que nuestra era es incapaz de producir algo que se les parezca. ¿O alguien se siente realmente inspirado por Olaf Scholz, Rishi Sunak, Giorgia Meloni, Gustavo Petro, Fumio Kishida o Lula da Silva? Hace rato que las democracias dejaron de generar liderazgos atractivos.

No es raro que la ausencia de líderes de auténtico nivel vaya acompañada por una sucesión de crisis y por un extendido descrédito institucional. Probablemente toda esta situación se relacione con cuestiones de orden moral más profundas, que tienen que ver con la erradicación de la creencia de que la democracia exige a quienes conviven en ella un conjunto de virtudes cívicas sin las cuales la gobernanza democrática se vacía de sentido.

La neutralidad que se exige al Estado y a los que lo gestionan ha terminado por imponer un credo que empuja hacia abajo la calidad de la convivencia política. Para ser un líder, actualmente se necesita una sola cosa: ganar como sea. Lo sabe el español Sánchez, cuya única convicción relevante parece ser que debe preservar el poder, en un ejercicio desprovisto por completo de requerimientos cívicos, ideas coherentes de país, protección de las instituciones o respeto por el proyecto nacional común.

El último rayo de esperanza frente a liderazgos de este tipo recae en el retorno a la sensatez de parte de una ciudadanía asqueada. No es sencillo, porque la falta de sentido no afecta solo a las elites, sino a la sociedad entera.

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